Vuelvo. He tardado más de seis meses pero ya estoy de vuelta.
Necesito escribir. Necesito soltar más de un pensamiento de esos que se
acomodan en mi cabeza y me vuelven a gritar una y otra vez aquello de:
"¡Es que la cosa tiene tela!" En fin, a lo que vamos. Resulta que no
porque hayan pasado tantas semanas dejo de recordar una escena de la época
navideña en la que padres, madres, niños y niñas se lanzaban a la calle
bien cogiditos de la mano, para disfrutar de cabalgatas, teatros al aire libre
y eventos varios de todo tipo que se prodigaban en esas entrañables fechas. Y
ocurrió que me encontraba yo envuelto en una de estas aglomeraciones ordenadas,
en las que cada adulto es como un candelabro andante del que cuelgan uno, dos o
incluso más niños o niñas, cuando viví la experiencia que dio lugar a este artículo.
Pero lo mejor viene ahora. No pasaron más de diez minutos en tal
situación para que oyera al menos tres veces esa expresión tan alentadora que
más de un padre o madre le suele espetar a sus descendientes cuando hacen algo
que no les gusta: “¡Pero niño! ¡Que eres tonto!” Y cuando me quedo observando al padre (o
madre) no puedo evitar que me venga un cúmulo de interrogantes a mi cabeza que
siguen y siguen repitiéndose como una película circular, por mucho tiempo que
haya pasado desde que la viera por primera vez. ¿Es posible que el niño acabe
aceptando en su subconsciente que es
tonto para cumplir con el inestimable augurio de su padre o madre? ¿Hasta
qué punto afecta este tipo de comentarios en la personalidad que se está
formando en ese niño o niña? ¿Quién es más tonto: el padre o el hijo? (Porque
de tal palo…). ¿Cuántas otras formas hay de decirle lo mismo pero sin alusiones
tan poco instructivas? ¿Hasta qué punto eres tú (padre o madre) mucho más tonto
que el hijo o hija al que has traído al mundo, sin que nadie te lo pidiera y
ahora no sabes ni siquiera aleccionarle en los niveles más básicos?
Sé que se trata simplemente de una frase y puede que yo esté
sacando las cosas del tiesto. Pero no me extrañaría que más de un psicólogo o
pedagogo nos confirmara que detrás de este comportamiento adulto se hallan bien
escondidos más de un sentimiento de frustración, fracaso, inseguridad,
incapacidad y un largo etcétera de personas que no han tenido que superar ni la
más mínima prueba para traer criaturas al mundo y ahora vuelcan sobre ellas
todo su repertorio de muestras de una existencia incompleta y desdichada, para
sentirse superiores en algo y por una puñetera vez. Y es que no puedo evitar
volver a repetirme en que el ser humano es el único ser vivo que no practica
ningún criterio de selección natural para perpetuar su especie, sino más bien
todo lo contrario: aquí mientras más tonto, más prole. Y claro, así nos va…