domingo, 25 de septiembre de 2011

A buenas horas, mangas verdes


Allá por el siglo XIII existía en Castilla la denominada “Santa Hermandad” que podría venir a ser como la policía local de nuestros días. Y resulta que la indumentaria de este cuerpo de defensa ciudadana era ciertamente llamativa, porque contaban con un chaleco de cuero, bajo el cuál asomaban unas vistosas mangas verdes chillón como signo de su indumentaria. Pero resulta que la eficacia y la efectividad de estos componentes para llegar a tiempo a los sitios en los que se precisaba de su auxilio, no era precisamente su mejor cualidad. De ahí que se acuñara para la posteridad el término de: “¡A buenas horas, mangas verdes!” para referirse a todo aquello que se descubre a destiempo y que ya no puede aportar ningún provecho ni ventaja. Vamos, hablando claro y pronto sería algo así como decir que “cuando le tocas los huevos al toro, sabes que es macho”.

Pues resulta que en estos días me he topado con varias noticias en más de un medio de comunicación, en las que se anuncia a bombo y platillo que entre los titulados universitarios la tasa de paro es significativamente menor que entre aquellos que no cuentan con tal titulación. Pero el descubrimiento va más allá y advierte que si además se cuenta con un máster entonces ya es la repera, porque se tiene un empleo incluso mejor remunerado. Pues vaya descubrimiento y vaya momento para hacerlo público.

Resulta que llevamos más de dos décadas ocupando los vagones de cola en materia educativa, con un éxito escolar permanentemente desastroso, con un prestigio universitario en continuado descenso, y con una ausencia total del fomento de una formación de calidad (sea o no universitaria). Y ahora nos vienen a descubrir que “si estudiamos, nos irá mejor en la vida”. Precisamente ahora que las fiebres del ladrillo han dejado las mentes y los bolsillos más pelados que una bola de billar, nos advierten de que si nos formamos… tendremos más posibilidades de tener empleo. Y todo esto cuando resulta que en nuestra población existe un nutrido grupo de personas que se encuentran ya “en tierra de nadie”, porque se les  ha pasado el arroz para ponerse a hincar los codos y porque no se percataron antaño de hacer otra cosa que regocijarse en el día a día, de vivir al momento y de no pensar más allá de la próxima semana, en lugar de haberse dedicado a sembrar para recoger, aunque ello hubiera supuesto dejar pasar el tren de las riquezas exuberantes y deslumbrantes adquiridas a la velocidad de la luz.

Pues en mi opinión, esto es exactamente igual que aquellos soldados que llegaban tardíos al lugar del delito para mofa y burla de todos los ciudadanos. A estas alturas no se trata de descubrir que un universitario tiene más posibilidades de obtener trabajo que uno que no lo es, ni que alguien con un máster estará mejor pagado que quien no lo posea. Esto es una obviedad como decir que el color del caballo blanco de Santiago… es “blanco”. ¡Tócate la nariz, por no decir otra parte del cuerpo! Pero bueno, al menos servirá para que las nuevas generaciones (y creo que harán falta más de una) empiecen a recibir poco a poco otra dosis de “estudia y prepárate para el futuro”, aunque por el derrotero que esto está tomando, más bien conviene ser bueno en algo, convertirse en un auténtico profesional de vocación y entrega, que acaparar títulos universitarios y másteres con los que empapelar dos cuartos de baño (como mínimo). Porque lo que se demanda cada día más es justamente lo contrario: tablas, experiencia, dotes de dirección, capacidad para afrontar problemas, iniciativa, creatividad y agallas (léase “cojones”) para tirar del carro en momento de crisis. Y no llenar las universidades de canas y de calvas con más ganas de contar batallitas del pasado, que de atender al profesorado.

sábado, 10 de septiembre de 2011

Joven y puerco


Después de cada fin de semana, cuando paseo por el parque cercano a mi casa, me encuentro con el mismo espectáculo bochornoso y repugnante: botellas de todo tipo tiradas por el césped, masas amorfas de papel de aluminio, tarrinas de plástico, papeles, latas de cerveza, tetrabriks de vino súper-corriente, etcétera, etcétera; y todo ello, sin mencionar algún que otro condón y también (por qué no) la correspondiente compresa con que a veces me he topado en mi recorrido. Que yo recuerde (y afortunadamente aún tengo reminiscencias bastante nítidas de mi pasado), cuando era yo el que iba de botellón, se tomaba un helado o echaba un polvo en un descampado, jamás de los jamases se me ocurría tirar toda la porquería sobrante a pocos metros de donde había estado.

Y este hecho aún me llama más la atención cuando me percato de que en dicho parque y mezcladas con esta nutrida muestra de desechos y restos, existe un número suficiente de papeleras prestas y dispuestas para ser utilizadas. ¿Qué gusto puede haber en tirar todo esto al suelo que pisas, en lugar de hacerlo en una papelera que tienes a pocos metros de ti?  ¿Por qué el hecho de ser joven, adolescente y exuberante en energía y desparpajo, tiene que ser sinónimo de ser despreocupado, irresponsable y cerdo hasta la saciedad? (Con perdón para gorrinos, por cierto) ¿Qué tiene que ver el tocino con la velocidad? ¿Qué tiene que ver la juventud con la mugre? Pero lo peor de todo es que no paro de darle vueltas al asunto y llego a una conclusión aún más alarmante: detrás de todo fruto está su árbol; detrás de toda creación está su creador; detrás de todo joven… están sus padres, o al menos deberían estarlo.

Así que puede ser (y me temo que muy probablemente lo sea), que más de la mitad de las porquerías que estos chicos y chicas dejan cada fin de semana en el parque, haya que anotarlas en la correspondiente cuenta paterna y materna a partes iguales, por no haberse ocupado y preocupado de inculcarles respeto, modales, decoro y consideración para con su entorno y tantas y tantas cosas más. No vaya a ser que con el paso del tiempo,  cuando ya dejen de ser jóvenes (como de hecho ocurrirá aunque ahora ni se lo plantean), se encuentren con un vertedero por ciudad, cuyos cimientos se han encargado ellos de afianzar en primera persona, con la inestimable colaboración de sus acomodados padres en la pasividad y en la permisividad más insensata e injustificable.

Y así, con el efecto de la rueda demoledora del tiempo, quizás algunos sientan una fuerte repulsión hacia todo lo que les rodea, como consecuencia lógica de haber descubierto que en el fondo nunca han sido realmente unos cerdos. Y pese a que no se les puede eximir de toda culpa, también pueden argumentar en su defensa que los tocó ser los desafortunados vástagos de una generación de progenitores descuidados, ausentes, faltos de rigor y del gusto por transmitir buenos modales, respeto, educación y civismo al estilo más tradicional, antiguo y válido que se conoce. Por eso, no sé quién será peor: si el joven y puerco que ahora lanza con desgana una lata de cerveza al suelo, o el incompetente del padre que no le hizo tragarse el primer papel de caramelo que le vio tirar.