domingo, 16 de octubre de 2011

Además de envidioso, gilipollas


Esta vez me ha dado por analizar los siete pecados capitales: lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia. Y resulta que por más que los he repasado y estudiado, sigue habiendo uno de ellos que no me cuadra en el grupo. Es una auténtica oveja negra. Es un grano en el culo. Es una mota en un ojo. Es decir, que no debería estar en dicha lista porque, a mi entender, es además uno de los que ha generado más destrucción, desamor, malestar y daño entre los seres humanos. Es, en definitiva, la envidia.

¿Y por qué hago tales afirmaciones? Es fácil de explicar y mucho más rápido de entender: porque es el único de los siete pecados capitales en el que tú no recibes nada en primera persona. ¿Te das cuenta? No participas de ningún modo (no comes más de la cuenta, no andas con mujeres “malas”, no vagueas a todas horas, no acaparas todo para ti, no te suben las palpitaciones a doscientos y para colmo,  ni siquiera te pavoneas como un macho en celo por delante de tus semejantes). ¿Es o no es cierto lo que digo? Simplemente sufres en silencio los triunfos, la prosperidad, la buena suerte o simplemente el buen momento de cualquiera de los seres humanos, ya sean más o menos cercanos a ti (aunque para remate de los tomates, resulta que cuanto más cercana es la persona, puede que incluso exista más probabilidad de envidia).

Y el que esté libre de pecado que tire la primera piedra, porque todos tendremos que quedarnos bien calladitos ante más de un conato de envidia en el que nos habremos sorprendido a nosotros mismos. La cuestión es qué hemos hecho con él: ¿Lo hemos anulado de nuestra mente? ¿Lo hemos dejado crecer? ¿Nos hemos sentido auto-rechazados? ¿O nos hemos regodeados en él? Creo que cuando superemos que nuestro vecino de al lado tenga mejor coche que nosotros (y lo cambie cada dos por tres), que cuando nuestro primo lejano que no tiene estudios tenga más dinero del que nosotros ganaremos en tres vidas con nuestras dos carreras universitarias y que, ni todas las guapas son tontas, ni todos los guapos son maricones, habremos alcanzado un excelente punto para ser algo más felices.

Y os puedo decir que al principio no resulta fácil, pero con un poco de constancia y esfuerzo no hay nada más reconfortante que alegrarte del bien ajeno en lugar de acuñar esa estupidez condescendiente y protectora de toda mala interpretación, que se expresa como “envidia sana” (¡No me toques las narices! Decir que una envidia es sana es como llamar ecologista a un cazador). Por eso, cuando tengo el honor y el placer de conocer a alguien que ya tiene también superado este “pecado capital” y que lo ha girado adecuadamente para valerse del triunfo y logro ajenos, en lugar de criticarlos, rechazarlos o repudiarlos, es cuando no puedo por menos que dedicarle este artículo, cuya primicia ya le confesé en una de nuestras intensas y largas comidas.

Así que lo siento por el que no esté de acuerdo, con quien  por cierto me sentiré encantado de tener un buen rato de plática al respecto, pero creo que la envidia, además de ser nociva, dañina, improductiva y totalmente negativa para quien la padece y la alimenta, es un claro exponente de un grado de gilipollez humana tan elevado, que una vez controlado adecuadamente y convertido en “orgullo ajeno”, puede reportar no sólo grandes alegrías, sino también enormes beneficios para quien lo consiga. ¿Tú que piensas Xavi?

domingo, 9 de octubre de 2011

¿Y tú? ¿Por qué no te ríes?


Cada vez que paso un tiempo paseando por algunas de las ciudades que visito y mantengo la costumbre de mirar a la gente a la cara, suele pasar un buen rato hasta que consigo “cambiar el chip” y darme cuenta que esto no se estila en las grandes urbes. Hay que caminar con paso diligente, mirando al frente, ceño fruncido y que denote entre estreñimiento y enfado, sin saber en qué proporción. Y la verdad es que ni acabo de entender del todo el motivo, ni consigo hacerlo bien por muy ensimismado que trate de mostrarme.

Y tal es así, que no hace mucho me ocurrió algo muy especial mientras tomaba un pausado desayuno en un rincón del Madrid más antiguo. Se me acercó una señora de forma educada pero con cierta premura y me pidió orientación sobre una plaza cercana. Creo que mi pose relajada, mi media sonrisa, mi interés por ser un mero observador  y mi desconexión del ritmo de enjambre permanente que se respiraba a mi alrededor, hizo que esta buena mujer pensara que encontraría en mí a un auténtico y castizo madrileño, perfectamente conocedor de la zona (¡craso error!, porque creo que incluso la dirigí mal, a pesar de mi espontánea y firme respuesta).

Pero la cuestión es que no paro de darle vueltas al asunto y cada vez caigo más en la cuenta de que el ser humano, el mundo, la sociedad o lo que se le quiera llamar, está cada vez más enfadado consigo mismo. Y repito que no entiendo el por qué. Una de las características físicas que diferencia más categóricamente a un ser humano de cualquier otro animal es, precisamente, la sonrisa. Y entonces ¿por qué cada vez sonreímos menos? Creo que puede ser porque constantemente nos están repitiendo que hay que vivir ocupados, que debemos tener problemas, compromisos, hipotecas, letras… lo que sea, con tal de que nuestra cabeza esté justamente en cualquier sitio (que por cierto pase por consumir, consumir y consumir), menos en disfrutar con un chiste, una broma, una sonrisa o una buena carcajada.

No estoy diciendo que los problemas se vayan a solucionar de manera inmediata si le ponemos un poco de sentido del humor al asunto, pero sí me estoy refiriendo a que haciendo un leve esfuerzo, quizás todo podría perder algo de presión y de tensión por algunos instantes y ésto, en el peor de los casos, no hace mal a nadie.  Creo que a todos nos toca vivir nuestra propia vida, pero también pienso que ha habido en el pasado muchísimos momentos peores en los que mis antepasados (y los tuyos, por cierto) tuvieron que vérselas con circunstancias mucho más indeseables que las actuales, porque más me llama a mí la atención la crisis emocional que está sufriendo el “mundo civilizado”, que la debacle económica y financiera.

Y es que creo que dicho “mundo” se está dando cuenta de que no hay forma de ser felices por mucho que cambiemos de coche, de televisión, de ropa, de perfume… ¡o de vivienda! Porque mientras no seamos capaces de saludar con una sonrisa, de mirar a la gente a la cara, de dar los buenos días a un desconocido, o simplemente de soltar una espontánea carcajada ante una sencilla anécdota (ya sea propia o extraña), estaremos siendo unos eternos portadores de la insatisfacción, del fastidio, del cabreo permanente con todo y con todos  y en definitiva, unos modelos del  “mal rollo” continuo. Y a decir verdad, tengo que pensar otra vez en aquella buena comparación de si fue antes el huevo o la gallina. Porque no sé si estamos tan enfadados porque nos va mal, o quizás ocurra que nos va mal por estar tan enfadados…