miércoles, 29 de agosto de 2012

Y ahora... que me quiten lo bailao...


Sólo han pasado unos días desde que te fueras. Me topo con una foto tuya y mi garganta se cierra, tengo que tragar saliva con dificultad, todo mi cuerpo se eriza y un escalofrío rápido me recorre la espalda; los ojos se me humedecen y mi mente… ¡ah, mi mente! Me tortura de forma machacona y retorcida con las mismas preguntas una y otra vez: ¿Cómo es posible? ¿Cómo puede ser tan cruel esta vida? ¿Y por qué a él? ¿Y por qué de esta forma?

Por más que lo intento, por más que busco una respuesta, cada vez estoy más perdido, más desconcertado, más cansado. Si el premio a una vida rebosante de energía, ilusión, entrega,  amor y pasión por los cuatro costados, es esa indescriptible tortura a la que eres sometido para dejar este mundo, ¿de qué ha servido todo lo anterior? Esta vida no es justa. No quiero ni pensar en la palabra justicia. En momentos como éstos me siento lejos de todo. Nada es. Nada existe. Nada vale.

Y aún así, algún día me tocará también a mí. Y no sé ni cómo ni cuándo abandonaré este mundo. Y estoy perdido. Otra vez estoy perdido. ¿Qué hago? ¿Cómo lo hago? ¿Merece la pena hacer el bien, ilusionar, amar hasta el infinito, entregarse sin recelos, a sabiendas de que el premio que me espera es el más indescriptible de los calvarios por haber desempeñado tan meritoria labor en mi existencia? No tengo respuesta, pero sí tengo el resultado final: algún día me tocará a mí.

Y sólo me queda huir hacia delante, exprimir mi cronómetro antes de que también se pare. Beberme hasta la última gota de mi botella, antes de que sea demasiado tarde. Sentirme afortunado por todo lo que he recibido de ti y de gente como tú a la que para mi desdicha, también he podido comprobar que se pagaba con la misma moneda. Pocas son las personas que te alegran un día gris, te sacan una sonrisa cuando llegas con los hombros caídos, te proponen proyectos y cambios, te transmiten ánimo, fuerza y alegría. Y al final… así se les premia… ¡Qué alguien me lo explique, por el amor de Dios!

Pero no hay escapatoria. Y no sé a la vuelta de qué esquina terminará mi trayecto. Así que sólo me queda vivir, aprovechar y exprimir hasta el último resquicio de mi presencia en este viaje sin retorno. Y tú me has enseñado el camino. Me has mostrado cómo hacerlo y tienes mi eterno agradecimiento por ello.  Pienso entregarme en cuerpo y alma para dejar constancia de una historia en primera persona que esté plagada de amor, entrega, ilusión e intensidad, no sólo para mí sino para todo el que me rodee (porque así lo hiciste tú). Ahora me toca a mí seguir en esta carrera de relevos. Ha sido un placer haber formado parte de tu equipo. Yo tengo que continuar. Te lo debo (y se lo debo a más gente, de allá y de acá). No quiero ni pensar en cuál será mi premio. Sólo quiero llevar todo lo mejor, toda la pasión y la plenitud de que sea capaz, por donde quiera que vaya. Así, cuando llegue mi turno y tenga que entregar el testigo, no tendré dudas en gritar a los cuatro vientos: “¡Aquí estoy! ¡Y ahora, que   me quiten lo bailao!”

A la memoria de José Manuel Rengel Cortés y de las personas que, al igual que hizo él,   me han mostrado el verdadero sentido de la vida. Gracias, por siempre, donde quiera que estéis.

sábado, 28 de abril de 2012

¡Niño! ¡Que eres tonto!


Vuelvo. He tardado más de seis meses pero ya estoy de vuelta. Necesito escribir. Necesito soltar más de un pensamiento de esos que se acomodan en mi cabeza y me vuelven a gritar una y otra vez aquello de: "¡Es que la cosa tiene tela!" En fin, a lo que vamos. Resulta que no porque hayan pasado tantas semanas dejo de recordar una escena de la época navideña en la que padres, madres, niños y niñas se lanzaban a la calle bien cogiditos de la mano, para disfrutar de cabalgatas, teatros al aire libre y eventos varios de todo tipo que se prodigaban en esas entrañables fechas. Y ocurrió que me encontraba yo envuelto en una de estas aglomeraciones ordenadas, en las que cada adulto es como un candelabro andante del que cuelgan uno, dos o incluso más niños o niñas, cuando viví la experiencia que dio lugar a este artículo.

Pero lo mejor viene ahora. No pasaron más de diez minutos en tal situación para que oyera al menos tres veces esa expresión tan alentadora que más de un padre o madre le suele espetar a sus descendientes cuando hacen algo que no les gusta: “¡Pero niño! ¡Que eres tonto!”  Y cuando me quedo observando al padre (o madre) no puedo evitar que me venga un cúmulo de interrogantes a mi cabeza que siguen y siguen repitiéndose como una película circular, por mucho tiempo que haya pasado desde que la viera por primera vez. ¿Es posible que el niño acabe aceptando en su subconsciente que es tonto para cumplir con el inestimable augurio de su padre o madre? ¿Hasta qué punto afecta este tipo de comentarios en la personalidad que se está formando en ese niño o niña? ¿Quién es más tonto: el padre o el hijo? (Porque de tal palo…). ¿Cuántas otras formas hay de decirle lo mismo pero sin alusiones tan poco instructivas? ¿Hasta qué punto eres tú (padre o madre) mucho más tonto que el hijo o hija al que has traído al mundo, sin que nadie te lo pidiera y ahora no sabes ni siquiera aleccionarle en los niveles más básicos?

Sé que se trata simplemente de una frase y puede que yo esté sacando las cosas del tiesto. Pero no me extrañaría que más de un psicólogo o pedagogo nos confirmara que detrás de este comportamiento adulto se hallan bien escondidos más de un sentimiento de frustración, fracaso, inseguridad, incapacidad y un largo etcétera de personas que no han tenido que superar ni la más mínima prueba para traer criaturas al mundo y ahora vuelcan sobre ellas todo su repertorio de muestras de una existencia incompleta y desdichada, para sentirse superiores en algo y por una puñetera vez. Y es que no puedo evitar volver a repetirme en que el ser humano es el único ser vivo que no practica ningún criterio de selección natural para perpetuar su especie, sino más bien todo lo contrario: aquí mientras más tonto, más prole. Y claro, así nos va…